La ciudad, las tecnologías, las comodidades... Todo parece perfecto, atractivo, moderno, revolucionario, práctico, y otras más alabanzas en el mismo orden. Pero llega un punto en el que la vida urbana te desconecta de tus raíces, te separa de aquello que da sentido a tu vida y hasta te hace olvidar quién eres, de dónde vienes y cuáles son tus prioridades en esta vida.

Y es que uno es muy sencillo, y a la vez muy complicado. Basta agarrar y, con cualquier medio de transporte disponible, alejarse del mundanal y febril ruido de la urbe. Dejarla atrás, aunque sólo sean unos miserables kilómetros, y alcanzar un emplazamiento donde se respire paz. Donde se sienta la brisa desplazarse sin encontrar otro obstáculo que los propios elementos que la madre tierra puso ahí. Donde brote cualquier forma de vida vegetal en dirección errante hacia quién sabe dónde.

Puede pensarse que en soledad no hay belleza. Pero no es cierto si lo que se tiene alrededor es naturaleza. Múltiples y agradables sensaciones llaman a la puerta de tus sentidos con el ánimo de que olvides las tiranteces de la ciudad. Colores, olores, sabores, sonidos y sensaciones táctiles copan las posibilidades de experimentación de quien, curioso, se acerca cuál niño explorador a descubrir las nuevas impresiones sensoriales de un mundo nuevo.

Ese fresco olor a hierba, agudo a hoja de pino, suave a flor de almendro, y dulce a otras anónimas flores. Y ese sonido a suelo crispeante, viento marchante, grillos festejantes. Ahh... ese tapiz colorido, de distintas tonalidades, que cubren la vasta e imperfecta orografía del terreno. Y cómo olvidarse del tacto que ofrecen las pulpas de las flores, las carcasas de las piñas, las semillas de las plantas, la composición de la tierra...

Dicen que verdaderamente sólo se aprecia algo cuando se pierde. En mi juventud, ya sea por desconocimiento o por causa del mencionado dicho, no le daba mayor importancia a la naturaleza -entre otras cosas; simplemente estaba ahí. Y ahora que luce por su ausencia, es cuando la echo de menos.